El ser testigo directo de los acontecimientos teatrales nos permite elaborar una opinión con fundamento. No son suficientes ni el estar y ni el suceder, son necesarios el dar cuenta y el encontrar algún sentido.

Los Editores

Enero del 2012

martes, 13 de diciembre de 2011

5to Festival de aficionados 5ta Fecha

Domingo 21 de Agosto de 2011
Auditorio Dai Hall



Primer espectáculo: Karma Kuyay por el Grupo Nuevo Amanecer

NO SE PRESENTÓ



Segundo espectáculo: Los Escoleros por el grupo Illarek Teatro (Chosica)
Antes del inicio del primer espectáculo el director Edgar Mucha presenta la obra. Dice: “En ésta 5ta Fecha es un placer presentar al grupo Illarek del distrito de Chosica con la obra Los Escoleros… Trata de la vida estudiantil de Arguedas como un homenaje a José María por los 100 años”. Luego se produce el clásico apagón y se da inicio al espectáculo.

Este espectáculo que lleva por título Los Escoleros [¿Los Escolares?] y que dura 30’ plantea un conjunto de convenciones generales que no podemos dejar de señalar. Así, la primera convención retoma en algo esa dilatación del espacio escénico [aunque en el sentido de contracción] que ya otros espectáculos han venido planteando desde fechas anteriores y que pretende insinuar ─en cierta medida─ que entre los espectadores y los personajes existe algún grado de complicidad, de identidad o de pertenencia [en todo caso, en éste espectáculo en particular esa pretensión es más objetiva y socialmente más cultural]. Así, cuando se abre el telón vemos sobre el espacio vacío del escenario una composición simétrica formada por dos objetos geométricos [cubos] a ambos lados y un personaje [un “escolero” con tarka] al centro. Luego, los demás personajes [los otros “escoleros”] van hacia él mientras corren por los pasillos laterales cantando un huayno conformando grupos simétricos de dos. La segunda convención corresponde, esta vez, al uso de los códigos duales, no sólo, de la oralidad, sino también como veremos posteriormente del espectáculo mismo [entiéndase, el texto escénico como trama o tejido del argumento y de los discursos]. En ese sentido, las presencias alternadas del castellano y del quechua, asumirán funciones de soporte de una expresividad en permanente duelo o disputa que interpretamos, no sólo, como un gran efecto estético sino también conceptual, pues, estaría reflejando ese agón [en el sentido de contienda y desafío por establecer una presencia válida] que subyace en la obra narrativa de José María Arguedas y que se encuentra mucho más explicitada, por ejemplo, en su famoso discurso de 1968 Yo no soy un aculturado. La tercera convención tiene que ver con el estilo interpretativo que resulta siendo una mezcla alternada y dual ─a modo también de una disputa─ entre danza andina versus teatro occidental, por un lado, y, de teatro de diálogos y réplicas versus narración oral, por el otro. La cuarta convención es una (cuidada) simetría en la elaboración de las composiciones coreográficas, en el uso de los planos y de las alturas del espacio escénico, en las entradas y salidas y en el uso del humor y de la seriedad.

Por otro lado, los “escoleros” visten pantalón oscuro arremangado hasta las rodillas, camisa blanca, calzan ojotas con medias de colores, usan sombreros y morral andino de donde cuelgan bombones de colores y esgrimen un palo [¿varayoc?] con los colores del arco iris. El elenco lo conforman en total cinco chicos, probablemente, aún en edad escolar [de 5to año o recién egresados de Secundaria]. Sobre este vestuario inicial que deviene en uniforme [siendo de por sí el uniforme escolar oficial], los actores visten a los otros personajes [por ejemplo, en el caso del “Arguedas padre” utilizan un saco, corbata y sombrero, y en el caso del los comuneros utilizan poncho y soga]. 

Apelan a la teatralidad, lo cual le da al espectáculo un valor poético y estético [por ejemplo, cuando con algunos trapos de colores hacen “aves”, con dos actores un “cerro” y con otros un “caballo”].

Los jóvenes actores demuestran versatilidad en sus medios expresivos [actúan, danzan, cantan, dialogan, accionan] y una habilidad que los niños de ahora desconocen: saben bailar un trompo [al que llaman “zumbayllu”] e incluso hacer que éste al golpearse con el tablado del escenario genere una atmósfera de “peligro”.  

Desde la primera secuencia el espectáculo ya deja notar, por un lado, una disciplina escénica que dice mucho a favor de este grupo, y, por otro lado, un discurso que se sitúa en dos vertientes bien definidas e imbricadas: en ese tono “juguetón” de estos “escoleros”, con todo lo que esto implica y en ese tono “dramático” [¿más serio?] de los personajes adultos como el “padre de Arguedas”, el “caporal Don Cipriano”, el “campesino de Chalhuanca” e incluso el mismo “José María Arguedas niño”.

En esa medida, todas la convenciones, los medios expresivos, los desenvolvimientos escénicos, los objetos, los vestuarios, incluso los ritmos del espectáculo están atravesados por esta dualidad del discurso que ─en el plano del argumento─ apela, principalmente, a la misma cadena de acontecimientos de los primeros capítulos de Los ríos profundos que, por ejemplo, el grupo Cuatrotablas empleó para la dramaturgia del espectáculo Arguedas, el suicidio de un país y que vi por primera vez interpretado por cuatro actores en Huancayo durante el XV Encuentro de Teatro Peruano Actual que organizó el grupo Barricada en noviembre del 2008 [precisamente, uno de esos actores fue Fernando Fernández que en este Festival viene cumpliendo la función de asesor]. Dualidad del discurso que en el plano de la realización escénica apela a una “textura” multimodal [es, a la vez, estética, de composición estructural, épica-coral, generacional, de raigambre andina y china, dialógica y coreográfica, narrada e interpretada, vital y esperanzadora…].  

Si bien es cierto que con este espectáculo el Festival alcanza un nuevo momento de gran nivel, el mayor valor sin embargo se lo tenemos que adjudicar al propio proceso de autoformación de este grupo, pues, si comparamos este espectáculo con el espectáculo que presentaron en la Muestra Regional Lima-Ica-Callao [Gritos del silencio, Agosto del 2010], los giros de tuerca son evidentes y plausibles. Han dejado el melodrama y el pesimismo sobredimensionado y maniqueo del realismo social-urbano por este teatro rural, juvenil, vital y esperanzador que sí alcanza la dimensión de querer convertirse, no sólo, en un sincero homenaje por el centenario del autor de Todas las sangres, sino fundamentalmente en un vigoroso gesto de revalorización de la cultura india. Gesto por el cual, el mismo Arguedas sufrió el escarnio y el maltrato ─en el fondo racista─ paradójicamente del sector “izquierdista” de la intelectualidad criolla y limeña de aquellos años de finales de la década de 1960 que 36 años después repite el derechista Mario Vargas Llosa con La utopía arcaica. Este mismo escarnio aún continúa, pese al llamado proceso de “cholificación”, pues, Lima sigue siendo tan racista como lo fue desde el coloniaje español [esto, muy bien podría confirmarlo ahora ─si pudiera─ Micaela Villegas].

Pensando en una probable cartografía del Festival, este espectáculo ─más allá de las distinciones groseras de “profesionales” y “aficionados”─ se inscribe dentro de la tendencia del “Teatro Popular Andino”.

En el saludo final el elenco en pleno y el director Edgar Mucha agradecen los aplausos y los vítores de los espectadores. El director dice: “Buenas tardes público asistente… El trabajo se inició en algunos colegios y luego en talleres… La obra está basada en Los Escoleros y Los ríos profundos… Hemos querido mostrar a José María Arguedas en su amor por la naturaleza… Muchas gracias al Peruano Japonés por llevar la cultura que tanta falta hace…” El público aplaude. Luego a través de los parlantes Enrico Méndez Oré, a nombre del Taller Municipal de Chancay, le advierte al público que la siguiente obra “contiene lisuras”, y pide: “a los padres con hijos retirarlos o explicarles…”.  




Tercer espectáculo: Yawar Fiesta por el Taller de Teatro Municipal Chancay
A un poco más de las cinco de la tarde el aforo de la sala señala un aproximado de ± 50% de capacidad. Antes del inicio del segundo espectáculo, Enrico Méndez Oré vuelve a decir a través de los parlantes: “Público en general tengan ustedes muy buenas tardes. El Centro Cultural Peruano Japonés y la Municipalidad de Chancay les presentan Yawar Fiesta… Espero que sea de su agrado… Disfruten la obra… Apagar celulares, no silencio, no vibrador… Muchas gracias”.

Este espectáculo que dura 34’ está a cargo del Taller de Teatro Municipal Chancay que dirige el Profesor Rolando Ortiz, un profesional del teatro de larga trayectoria en el sector educación [Enrico Méndez Oré me contó que egresó de la especialidad de Actuación en la Escuela Nacional, luego de haberse recibido como profesor de educación primaria].

Se produce el clásico apagón y cuando se abre el telón vemos un conjunto de sillas en donde seis personajes dialogan mientras se escucha un huayno a modo de cortina musical. Con estos simples elementos se nos plantea el inicio del argumento. Esos seis personajes son los “principales” [entiéndase, los ciudadanos de mayor poder económico] de la ciudad de Puquio, capital de la provincia de Lucanas-Ayacucho. Sin embargo, es necesario señalar que esta primera composición escénica, no sólo, resulta explícita para el planteamiento del argumento, sino que también nos empieza a decir cosas sobre las características peculiares de este elenco en particular [por ejemplo, encontramos las presencias de un niño, de una chica y de varios adultos y que incluso a la chica le han pintado bigotes para ayudarla en la caracterización de su personaje; es decir, estamos ante un elenco, parafraseando al propio Arguedas, de todas las edades y géneros].

No vamos a transcribir la sinopsis del argumento pues este espectáculo, más allá de ser una teatralización de la novela Yawar Fiesta (publicada en 1941 y revisada por el propio Arguedas en 1958), debería estar ya formando parte de la enciclopedia de libros leídos de todo peruano que se sienta y se asuma como tal. Es decir, Arguedas es y debería ser un autor referente con respecto a la identidad cultural, independientemente que en este año en particular se esté cumpliendo el centenario de su nacimiento, e incluso, que se produzcan o no celebraciones oficiales y oficiosas.

Entonces, nos centraremos en los aspectos del texto escénico [entiéndase, el espectáculo]. Así, empezaremos señalando que ─más allá del nivel de las interpretaciones─ aquél se estructura en base a una serie de locaciones [“Billar”, “Tienda de Don Pancho”, “Sub-Prefectura”, “Alcaldía”, “Plaza de Piscachuri”] que se anuncian a través de letreros y se instituyen por el uso de cierto mobiliario. Locaciones que le permiten al director Ortiz mostrar (unilateralmente) los lugares en donde se desarrolla el aspecto principal del conflicto: el impase, supuestamente cultural, entre “burócratas y principales = civilizados” e “indios = salvajes”, contado desde el lado de los “burócratas y principales” [impase que escamotea en la supuesta contradicción entre “civilización” y “barbarie” la verdadera contradicción de fondo: la contradicción económico-política]. Así, detrás de la defensa de las “civilizadas” costumbres culturales de los unos y el ataque de las “salvajes” costumbres de los otros supervivirán entonces las aún añejas consecuencias de un asunto mayor y más antiguo: la conquista española del siglo XVI. En ese sentido, preocuparse ahora, luego de casi cinco siglos del aplastamiento de una civilización por otra civilización, porque estos “indios” en particular logren comportarse “civilizadamente” es escamotear los tres siglos de colonia y estos casi dos siglos de república en donde los respectivos derechos de la “indiada”, tal como la modernidad (burguesa) los estableció como “Declaración del hombre y del ciudadano” desde la revolución francesa de 1789, han sido conculcados, ninguneados, silenciados. En esa medida, si la pretensión de los “civilizados” burócratas y principales resulta siendo, finalmente, absurda, por no decir, patética y sádica, entonces el espectáculo en tanto realismo (social) debería dar cuenta de ello. De tal manera que el conflicto principal aparezca ante nosotros como la demostración de dos actitudes diferentes que implicarían [¿necesitarían?], a su vez, dos tratamientos escénicos distintos. Así, si el logos es para los “civilizados” el código de expresión por excelencia [logos, en el sentido de palabra], entonces el “gesto” lo es para los “salvajes” [“gesto”, en el sentido de “no-palabra”; digo “gesto” porque en estos momentos no encuentro una mejor noción]. Como el director Ortiz no se percata de esta profunda sutileza significativa y se deja seducir por las superficiales manifestaciones narrativas de la anécdota [por ejemplo, en el planteamiento, agudización y desenlace del conflicto del texto espectacular como relato], el espectáculo, en sí, se queda en la dimensión formal de mostrar y encadenar lógica y causalmente una serie de acontecimientos, y no logra más bien, develar las implicancias y las alusiones de estos acontecimientos. Esta ausencia de la dimensión del texto espectacular como discurso es lo que achata y acalla el gran valor del texto de Arguedas. Pues, se ha obviado un punto neurálgico: ese orgullo socio-cultural [entendido como identidad en resistencia] que está en toda la producción literaria de Arguedas y que éste sintetiza (como identidad del ser nacional) en su discurso de 1968 cuando dice: “soy un peruano que orgullosamente como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”. Orgullo del cual no se puede dar cuenta y ni mucho menos comprender si es que no nos adscribimos ─necesariamente─ en el lado de los “indios”, con todo lo que esto implica. En esa medida, este espectáculo del Taller Municipal Chancay va a silenciar, no sólo, la “voz” de los indios y a comunicar las imposturas de los “civilizados”, a pesar de los argumentos en contra de, por ejemplo, “Don Pancho Jiménez” [¿alter ego del propio Arguedas?], retomando, sin percatarse, parte de ese indigenismo formal que precisamente combatió en vida Arguedas, sino que también, va a silenciar esa antigua polémica abierta y no resuelta entre las distintas maneras de escritura escénica [entiéndase, la tensión entre un teatro de parlatura dirigido al oído [teatro de diálogos y réplicas] y un teatro dirigido a la vista [entiéndase, un teatro de acciones físicas]. En esa medida, aún reconociendo que la propuesta dramatúrgica es unilateral, no podemos dejar de señalar que el trabajo de síntesis realizado por el proceso de dramatización y escenificación es pertinente [en todo caso, la parte más floja del espectáculo y que incluso podría, tal vez, merecer alguna reconsideración de reubicación espacial se centra en el desenlace: el realizarla en la zona de nadie, entiéndase en la orquesta, no permite que sea percibida adecuadamente].  

Finalmente, queremos decir que entendemos el proceso del Taller Municipal como un proceso en marcha. En esa medida, será cuestión de tiempo para que el director Ortiz de larga trayectoria en la enseñanza del teatro consiga que el elenco y los próximos espectáculos alcancen una coherente unidad estilística e interpretativa. Sin embargo, no queremos dejar pasar la oportunidad para recalcar en este espectáculo en particular las interpretaciones de Armando Salas [el “Sub-Prefecto”] y de Arturo La Rosa [“Don Pancho Jiménez”]. Ambas interpretaciones, dentro de un naturalismo tradicional, resultaron siendo las más convincentes, concentradas y sostenidas [es especial el caso de Armando Salas, pues, lo conocí como técnico responsable de los equipos de luz y sonido en la Final del FESTTA de Chancay del 2006 y ahora en el 2011 lo veo como actor en un rol protagónico].

Pensando en una probable cartografía del Festival, este espectáculo ─más allá de las distinciones groseras de “profesionales” y “aficionados”─ se inscribe dentro de la tendencia del “Teatro Institucional” [salvo el elenco Municipal de Arequipa no conozco de otra experiencia similar: lo conocí en el 2003 en el Encuentro Mundial que organizó el grupo Los Audaces Teatro].

En el saludo final, luego que el elenco de 10 integrantes agradeciera los aplausos del público, Enrico Méndez Oré a nombre del Taller Municipal Chancay dijo: “Muchas gracias… Estos chicos son del Taller Municipal… El próximo mes la Municipalidad organiza un Festival en homenaje a Arguedas en Chancay… Del 23 al 30 de setiembre… Gracias Lucho Kanashiro… Gracias al público por su presencia… Será hasta una nueva oportunidad… Muchas gracias”. El público le retribuye con aplausos.



Cuarto espectáculo: Vallejo: Poeta enorme por el elenco del Teatro de la Universidad Wiener (TUNOWI)
Este espectáculo no llegó a presentarse, en todo caso, como todos los demás. En su lugar, el director Heriberto Cachay implementó una demostración sobre ciertos momentos del mismo que fue planteada a modo de un ensayo técnico con público. En esa medida, devino en un espectáculo sui generis que intentaremos explicitar y comentar.  

Para empezar, diremos que el director Heriberto Cachay se colocó al frente y dio, literalmente, la cara frente al público. Dijo: “Buenas noches, quisiera agradecer la invitación… Decir que en el teatro no hay disculpas… Hemos sufrido una circunstancia pasajera pero la función debe continuar… Gracias a las sugerencias de Lucho Kanashiro vamos a hacer una parte… Este es un trabajo experimental hecho por jóvenes de 17-18 años… Una bonita experiencia para nosotros… El (actor) que hacía de Vallejo y otro tuvieron un accidente en un mototaxi yendo a ensayar… Pero no nos amilanamos… Que nos permiten presentar pasos… Sentirnos halagados, motivados… Trabajo de proceso… Si hay alguna persona que tenga un comentario, lo recibimos…”. Entonces pide “que se abra el telón”. Vuelve a decir: “Que se abra el telón” tratando, no sólo, que el público se aúna a su pedido, sino también, que los técnicos lo hagan, pero nadie lo sigue. Vuelve a insistir, algunos espectadores lo siguen. Finalmente el telón se abre [con ello instaura la gran convención de este ensayo: él va a ser el “corifeo” de este espectáculo]. Vuelve a decir: “Hacer teatro con jóvenes que empiezan a pisar bien las tablas como aconseja nuestra hermana Sara Joffré…”. Son las seis de la tarde y ha empleado en esta introducción seis minutos.

En el escenario hay seis chicos con ropa para hacer ejercicios. Son todos muy jóvenes. Asumo que todos son estudiantes universitarios de la Universidad Particular Norbert Wiener [reconozco entre ellos a Paloma Oviedo que en la tercera fecha formó parte del elenco de la representación Balseando, que dirigiera Heriberto Cachay con el grupo Ari Teatro Estudio].  

Esta demostración es conducida, pautada y por momentos explicada por el propio director-“corifeo” Heriberto Cachay: “Empezar con un calentamiento y un estiramiento”. Los jóvenes corren, y caen mientras el sonido de unos timbales se deja oír [¿están descalzos?]. “Calentamiento de voz”: los jóvenes hacen resonancias. Los timbales siguen. Pasan a realizar una secuencia: Corre / Detener / Relajar cuello / Caminar. Lo que los jóvenes logran hacer no está tejido como relación (dramática) con el pulso/ritmo y con el timbre sonoro de los timbales [¿Es posible tejer esta relación?, ¿relación de qué tipo?]. Luego todos los actores se van [entre ellos, Paloma Carpio que posteriormente no va a aparecer en todo lo que continúa del ensayo con público]. El director-“corifeo” Heriberto Cachay sigue diciéndole al público: “Por respeto, los actores deben hacer un calentamiento de estiramientos y de respiración… Porque hay que entrar (al escenario) preparados…”. Toda esta sección del calentamiento ha durado cinco minutos.

Luego del apagón vemos sobre el escenario a un chico sentado sobre tres cubos de madera. Viste camisa blanca con corbata, chaleco y pantalón negro [¿usa zapatos?]. Detrás de él hay un trío de chicas [aunque luego se incorporan otros chicos], a modo de “coro” y en una relación de contraescena. Las chicas están en mallas negras y los chicos en pantalón y polo. El chico sentado se presenta como “César Vallejo Mendoza”. La escena remite a un interrogatorio. Todos los de la contraescena se van. El chico [“César Vallejo Mendoza”] recita entonces Espergesia: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo…”. Su decir es pausado, monocorde, solemne. Un acompañamiento musical en off acompaña su decir. Se produce otro apagón. El público aplaude. El director-“corifeo” Heriberto Cachay vuelve a decir: “En esta secuencia hay la presencia de Vallejo… Abraham lo hacía… (¿se refiere al actor que se ha accidentado?). Lo que viene (después) es una comparecencia de un grupo de teatristas (jóvenes-actores) que hacen la obra y la gente se burla”. Vemos entonces cómo cuatro chicos se paran en la corbata. El chico [“César Vallejo Mendoza”] sigue sentado. Se supone que son “actores” pero están simplemente parados y dicen un texto contra el armamentismo. Las chicas están descalzas y con las mallas negras, los chicos usan zapatos. Aplican dos de las tres reglas acotadas por Sara Joffré en su desmedida intervención de la fecha anterior. Se les escucha y se les entiende, pero no se les “ve” [en todo caso, no reconocemos que están “haciendo” ni quiénes son, más allá de de su mero decir]. El chico vuelve a decir un fragmento del poema de Vallejo El poeta a su amada. El director-“corifeo” Heriberto Cachay explica: “Acá viene una secuencia en que estos dos personajes (¿“el poeta” y “la amada”?) intervienen…”.

No puedo dejarme de preguntar ¿qué estoy viendo? Y me digo: una especie de ensayo técnico centrado en la composición de algunas imágenes, de algunas relaciones dramáticas y de algunos marcajes del espacio. Es decir, un conjunto de determinadas escenas que no logro articular como un argumento [en todo caso, sólo veo, al igual que con el espectáculo de la Universidad César Vallejo de Lima Este, un manojo de pedazos que en este caso del TUNOWI se articulan a partir de cierto hilo conductor planteado desde los temas y personajes de algunos poemas de Vallejo].

En la siguiente escena aparecen tres chicas en el escenario. Una de ellas recita. Las tres están en mallas negras y en cubos diferentes. El cañón de luz ilumina a la que recita. La segunda está echada al centro y la tercera está sentada. Me pregunto si la escena tiene que ver con el tema de la interpretación sentida. En off una voz femenina tararea una melodía [¿es la voz de Paloma Oviedo?]. Le llega el turno a la chica sentada que recita el poema Heces mientras se acaricia el cuerpo: “Esta tarde llueve como nunca, y no tengo ganas de vivir, corazón…”. Mientras recita se traslada por la corbata y termina echada. La tercera chica levanta la pierna derecha mientras una ligera tonadilla acompaña la escena. Recita el poema Para el alma imposible de mi amada aunque cambia el género del sujeto, pues dice: “Amado, no has querido plasmarte jamás como lo ha pensado mi divino amor…”. Termina boca abajo. Apagón. Me pregunto: ¿en esta escena realmente hay 3 personajes o más bien se han mostrado tres facetas de uno solo?

Al regresar la luz vemos al chico, es decir, al “Vallejo” inicial en la misma postura. Lo ilumina el cañón de luz. Se escucha una canción en pianísimo. Recita el poema Piedra negra sobre piedra blanca. De pronto, los otros actores ingresan al espacio escénico desde los dos lados del telón de fondo. Ponen sus manos sobre “Vallejo”. Lo rodean. Juntan los brazos de “Vallejo” reproduciendo la pose de la foto clásica en donde el mentón descansa sobre la palma de la mano derecha y los dedos doblados aprietan los labios de la boca. Finalmente se colocan para decir en coro: “César Vallejo nunca morirá”, mientras se continúa escuchando una ligera canción de fondo. Me pregunto: ¿Esto que acabamos de ver está basado en una mezcla de los poemas Masa para la composición de las acciones físicas y Piedra negra sobre piedra blanca para el discurso (oral)? Cuando miro el reloj son las 6.35 pm. La demostración/ensayo técnico ha durado 35’.

Pensando en una probable cartografía del Festival, este espectáculo ─ de haberse presentado y más allá de las distinciones groseras de “profesionales” y “aficionados”─ se podría haber inscrito dentro de la tendencia del “Teatro Universitario”.

En el saludo final, el director Heriberto Cachay le pide al elenco que salga. Se produce el ritual de agradecimiento ante los aplausos tímidos de los espectadores. El elenco también (se) aplaude. El director dice: “Gracias por la paciencia… Esta audiencia se vuelve muy importante… Voy a estar en el hall… Las críticas son bienvenidas… Muy pronto va a estar completito… Los vamos a invitar… Gracias… Que Dios los bendiga…”



Y me quedo con un cúmulo de ideas, sensaciones, sospechas, certezas, ambigüedades, objeciones, al igual que supongo los demás espectadores. Cuestiones que para mí necesitan ser procesadas, digeridas, discutidas, etc., es decir, necesitan de un tiempo para que se decanten. Y no puedo por lo menos dejar de relativizar el valor que podrían significar las primeras verbalizaciones de ese conjunto de impresiones que este “espectáculo” en particular ha logrado “despertar”. ¿Qué valor tendría decirlas y escucharlas ahora?, ¿en estos momentos qué podrían aportarle al grupo, al director, a los actores, más allá del ego o de lo que ya saben/intuyen…?

Conversando en el intermedio con Daniel Vera del grupo Juego en las tablas terminamos hablando de una idea que cada vez más va “cogiendo cuerpo” independientemente del espectáculo mismo y convirtiéndose en otro tema principal del momento de reflexión: el director Cachay ha apelado a una vieja tradición del teatro que se resume con la sentencia: “el espectáculo debe continuar” y con ello al parecer ha dado una prueba de ética profesional [sin embargo, cierto escepticismo no deja de soplarme al oído: ¿y si las razones por las ausencias fueran otras…?].




Quinto espectáculo: Bang Bang y Somos Historia por el grupo Athelier
Este espectáculo de 26’ de duración estuvo dirigido por Wilfredo Cruzado [no tenemos información de él]. El texto pre-escénico es de dos argentinos: Martín Gervasoni [actor de teatro y TV] y Wilfredo Van Broock [el texto fue premiado por la Asociación de Cronistas del Espectáculo en Argentina; no tenemos el año].

Si la representación está sostenida en su integridad por la condición de ser un espectáculo cómico sui generis, entonces no puedo dejar de preguntarme: ¿en esta pretensión de un “espectáculo cómico” que va invadiendo la “realidad escénica” con una serie de absurdos argumentales y de convenciones que se trasladan [por ejemplo, a la “realidad física” del espacio mismo de la platea, es decir, hacia los espectadores] habrá algún componente ideológico que pretendería a su vez trascender incluso la comicidad misma?, ¿la parodia de un simple robo, a modo de un “juguete cómico”, pretendería convertirse, finalmente, en la metáfora de algo que está más allá de lo parodiado?

En esa medida, lo más saltante en este texto y por ende en este espectáculo sea la dilatación entre “espectáculo escénico” y “realidad escénica”, en el sentido de que las convenciones son redefinidas y la “realidad escénica” es permanentemente invadida por el “espectáculo escénico” [fenómeno que para nuestra realidad fue propio del llamado “Teatro popular” de la década 1970-1980: por ejemplo Allpa Rayku de Yuyachkani]. Obviamente tal pretensión persigue minar las convenciones estáticas de los ámbitos “espectáculo” y “realidad”, generar la risa con el absurdo y el estilo cómico, transitar el divertimento y hacer cierto tipo de pedagogía, no necesariamente moral, sino más bien, teatral.

Así, la sinopsis argumental nos señala, por ejemplo, cómo durante un asalto tres (torpes) hermanos  [“Tony”, “Willy” y “Johnny”] toman ¾realista y dramáticamente¾ un rehén planteando una acción que con la introducción de una primera cuña sonora, característica del Merrie Melodies, serie de dibujos animados para TV, concretamente de la Warner Brothers y que data de 1940, da un giro de tuerca hacia la comedia (absurda) sostenida en una interacción con el público que el teatro de la calle utilizó en Lima. A partir de esta primera redefinición (dramática), se hacen de otro rehén: un policía de civil que en un arranque del deber intenta detener a los tres ladrones. A partir de allí, los tres ladrones rompen con el espacio convencional de la escena y trasladan la acción hacia los espectadores a quienes también asaltan y obviamente toman de rehenes. La reacción de la fuerza policial se hace evidente a través de voces y sonidos en off que a modo del deux ex machina de la tragedia clásica griega, pretende cerrar este episodio con la solución ya harto conocida [matar a los ladrones, no importa si se llega o no a recuperar al rehén]. En el desarrollo de tal desenlace previsible, el cariz absurdo termina imponiendo su carácter de hilo conductor y causal y aquella víctima inicial [entiéndase, el primer rehén] termina convirtiéndose ahora en la víctima de las fuerzas policiales y en chivo expiatorio del incidente frustrado [el rehén dos (el policía de civil) le dice: “vas a ir a la cárcel”]. En ese sentido, más allá del absurdo de la situación, uno sigue preguntándose: ¿qué ha pasado entonces con un ejercicio de la justicia y el orden que resulta totalmente trastocado? Pues, mientras los ladrones se han convertido en “simpáticos” sujetos, una víctima de ellos [el rehén 1] ha devenido en aquel en donde se va a descargar, por un lado, la propia ineficacia de la policía, y, por otro lado, la violencia “ciega” con la que actúa ésta.  

Después que los ladrones abandonando la escena parodian sus personajes en base a la mayor torpeza de uno de ellos [por ejemplo, “Johnny”], no podemos dejar de seguir preguntándonos: ¿y todo esto para qué?, ¿la risa para qué?, ¿se nos ha dicho algo que no sepamos…? De allí que, mi primera certeza es que este texto no logra trascender el divertimento y sólo lo “transita”, pero con tal éxito que el espectáculo sólo alcanza una dimensión de esparcimiento, más no de develación de la realidad.

Pensando en una probable cartografía del Festival, este espectáculo ─más allá de las distinciones groseras de “profesionales” y “aficionados”─ se inscribe dentro de la tendencia del “Teatro cómico”.

En el saludo final, los aplausos y vítores del público son evidentes, a tal punto que eso retroalimenta el tono cómico del espectáculo y “Johnny” sigue haciendo de las suyas…




Sexto espectáculo: Mitos y Leyendas de la Creación por el grupo Esparta (Comas)
A pesar que Jorge Flores es el director del grupo, no solamente, actúa en este espectáculo en particular, sino que también aparece como el único “actor” [¿un espectáculo en el que se dirige a sí mismo?]. Este espectáculo escénico dura 29’.

Ya de por sí la modalidad del “cuentacuentos” es polémica porque implica entrar a distinciones conceptuales que en nuestro medio [ya sea académico-profesional o pragmático-profesional], no están del todo claras. Por ejemplo, ¿bastaría con el “estar” en el “espacio vacío” para que éste devenga en un “escenario desnudo”?, ¿bastaría con el mero hecho de “ser” para que el acontecimiento del convivio denotara un “acto teatral”?, ¿bastaría que el simple “decir” permita que el espectáculo dé cuenta de los niveles de significado?, ¿bastaría incluso que ese “ser”, “estar” y “decir” contengan chispazos del representar para que el todo aparezca dotado de lo teatral?, ¿no importaría mucho que el hecho del narrar, en el sentido de acto verbal, fuera lo primordial para que ese “ser” y “estar” asuman la condición de representación escénica?, y por último, ¿son los problemas del “cuentacuento” los mismos que los del llamado “unipersonal”? Obviamente, esta crónica no pretenderá dar respuesta a este conjunto de interrogantes y a todos aquellos cuestionamientos que se derivan de aquellas. Simplemente queremos indicarlas como referentes, pues, finalmente, subyacen, no sólo, en la performance “cuentera” de Jorge Flores, sino también, en la propuesta narrativa [es decir, en la dimensión del texto como discurso del texto espectacular].

En esa medida, ya desde los aspectos formales [estilo de “ocupar” el “espacio vacío”, estilo del “recitado”, estilo del desenvolvimiento escénico, estilo de los enunciados narrativos, estilo del vestuario empleado, estilo de la presencia escénica, etc.] hay una especie de mezcla híbrida de un conjunto de referentes mayores e históricos [dilatación del espacio escénico buscando complicidad entre los espectadores, el cubo de madera del teatro experimental de la década de 1960, la iluminación permanente de las puestas brechtianas, el vestuario naturalista, la presencia escénica cotidiana] que, al aparecer, estarían apuntalando (por defecto) a un minimalismo “casual” que otros cuenteros locales cuidan con mayor esmero y pretensión significativa [los pies descalzos y dramáticos de María Laura Vélez, el ambiente “gótico” y de claros oscuros de Francois Valley, el acompañamiento musical selvático y en vivo de Cucha Del Aguila, el vestuario ad hoc de Vélez y Del Aguila, etc.]. Minimalismo que se justifica por más connotación polémica que esto implique por el uso fundamental de las acciones verbales: el universo de seres, objetos y tramas argumentales se construye por y con la palabra a modo de perpetuación de un viejo estilo interpretativo que recién fue cuestionado radicalmente y reemplazado con sumo éxito con las revueltas que significan los aportes de, por lo menos, los dos reformadores del siglo XX que describen una curva de continuidad: Stanislavski y Grotowski; curva de continuidad en el sentido en que Octavio Paz entendía la “tradición de la ruptura”, es decir, la “tradición que se niega a sí misma para continuarse” [Cf. Los hijos del limo, Editorial La oveja negra, 1985, p. 88]. 

Por otro lado, Jorge Flores y Esparta Teatro inscriben este espectáculo dentro de esa tendencia dramatúrgicamente de pensamiento guía que, hasta donde tengo entendido, nadie se atreve, no sólo, a cuestionar, sino, fundamentalmente a reemplazar. ¿De qué pensamiento guía estamos hablando? De aquel que da cuenta de una serie de universos socio-culturales situados en momentos difíciles de precisar históricamente, pero que, en lo fundamental, remiten a una concepción del mundo de carácter pre-moderno. De allí la carga de misticismo, animismo, panteísmo, orientalismo y otros tantos ismos reñidos con la razón de la ciencia moderna actual y con los principios de la modernidad [entiéndase, ruptura con el principio divino como trascendente y último, el principio del individuo como centro, las ideas de razón y progreso]. En esa medida, Jorge Flores no se percata que para nuestro contexto socio-cultural un “cuento” [entiéndase, un micro-relato escénico] que abone a favor de las descripciones y/o explicaciones “mágicas” o “asociales” poco o nada hace a favor de develar una parcela de la realidad que ya de por sí está sostenida por una antropología (cultural) que en el mejor de los casos nos ve y nos sigue estudiando como “buenos salvajes”, más allá de todo ese discurso religioso del catolicismo que a la larga se auto-justifica a partir de medrar con la pobreza, la falta de derechos ciudadanos y la poca o nula institucionalidad a todo nivel. Y ese es el punto que nadie quiere visualizar porque si no habría que pensar que si lo que hacen los cuentacuentos es necesario y útil para los espectadores, a menos que se esté convencido de que no es necesario que los espectadores sean incentivados a superar las taras del analfabetismo funcional que la educación pública, los medios, los espectáculos “populares”, los políticos de turnos y los demás espacios de socialización van moldeando en ellos, premeditada y alevosamente. De allí que frases como: “Los sabios estaban contentos… Dios creó al hombre y a la mujer porque a Dios le gusta que le cuenten historias… Una mañana el hombre amaneció triste… Se decía que antes no había enfermedad… Los mayores dicen que los hombres son raros… Allá al final de la tierra hay un hombre… El día en que ese hombre deje de contar va a desaparecer el mundo…”, son frases retóricas y, a la larga, des-movilizadoras [en el sentido de generar un pensamiento crítico], pues descentran a sus temáticas de todo tipo de contradicción que las precise y las critique objetivamente.

Al final del espectáculo, una pregunta se superpuso a estas otras: ¿este ha sido un estreno?

Pensando en una probable cartografía del Festival, este espectáculo ─más allá de las distinciones groseras de “profesionales” y “aficionados”─ se inscribe dentro de la tendencia del “Teatro de parlatura”.




Séptimo espectáculo: Ollantay por el grupo Asociación Cultural Educativa Juego en las Tablas (San Martín de Porres)
Este es el segundo elenco que cumple con el ritual tradicional de gritar una palabra común para hermanar los esfuerzos de todos sus integrantes. Tras las cortinas del telón gritaron “fuerza”, momentos antes del comienzo del espectáculo [entre “fuerza” y “mierda” que es la palabra que señala la traición hay cercanías sonoras, en todo caso, es más “educado” y “pudoroso” utilizar la primera palabra].

Este es un texto que suele convertirse en difícil por esa carga “histórica” que arrastra. Hacer un espectáculo de época implica hacer equilibrios entre la fidelidad a la tradición histórica, muchas veces supuestamente entendida, y, el experimentalismo trasgresor que, por lo general, muchas veces la niega de plano [allí están, por ejemplo, los esfuerzos experimentales y clásicos desde Peter Brook hasta Kenneth Branagh con respecto al teatro de Shakespeare; o, si se quiere, el esfuerzo del grupo Ensayo que en 1984 puso en escena La salsa roja con respecto al teatro de Leónidas Yerovi]. En esa medida cuando enfrentemos textos como éste, no sólo, deberíamos estar alertados de su particular dificultad, sino más bien, deberíamos impedir que estas nos inmovilicen. Y sospechamos que eso es lo que le ha pasado a Daniel Vera. 

Daniel Vera es un joven director (autodidacta) del distrito de San Martín de Porres. Dirige este espectáculo de 35’ de duración [¿hay que asumir que la propuesta dramatúrgica también es suya?]. Lo recordamos de anteriores presentaciones en este Festival.

El espectáculo comienza luego de que tras abrirse el telón se deja oír una melodía andina y podemos distinguir tres cubos de madera colocados a ambos lados y al centro del escenario y sobre ellos a ciertos actores caracterizados en diferentes posturas. Luego, una serie de apagones [¿3?] a modo de “flashes” generan cambios en las posturas [conté hasta cuatro re-cambios posturales]. Esta primera secuencia hay que interpretarla como un coordinado resumen de imágenes del argumento [¿a modo de ese menú que en las películas grabadas en DVD, nos brindan la posibilidad de poder escoger entre ver algunas escenas o la película desde el inicio?]. Sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos: ¿por qué es necesario que algunas situaciones claves del argumento sean planteadas anticipadamente a modo de “fotografías”?, ¿hay en ello alguna pretensión escondida?, ¿es parte de un estilo que el director Daniel Vera necesita instituir, seguir cimentando o, en su defecto, probar por mera ocurrencia, capricho o investigación específica? Más allá del “misterio” o no que tal acción desencadena no podemos, tampoco, dejar de pensar en las próximas “sorpresas” que el espectáculo nos podría estar deparando. No obstante, nos equivocamos. Esto que acabamos de ver a modo de pequeños “flashes” constituirá un conjunto de pequeños aciertos: algunos momentos interpretativos [por ejemplo, de “Cusi Collor”, del “sacerdote anciano”, de “Ollantay” y “Rumiñahui”], la presencia de un niño en escena [¿el hijo del director?] y una dramaturgia estructurada con saltos al pasado. Aciertos que deberían dejar de ser excepcionales y devenir en normativos.

Así, si el director Daniel Vera desde el discurso de espectáculos de exportación tipo “Inti Raymi” nos muestra solamente la reconstrucción de una historia de amor (imposible) entre la princesa “Cusi Collor”, hija del inca “Pachacutec” y “Ollantay”, uno de los generales de éste, entonces al parecer, no ha logrado como en la casi totalidad de puestas en escena de este texto de Ollantay ir más allá del nivel superficial del texto como relato, pues éste, alude a otros temas que por sus niveles profundos de significado debieron hacerse evidentes en el tratamiento de la representación en general y en la elaboración de ciertos caracteres en particular [por ejemplo, para Ollantay: la tosquedad de todo militar y “hacer” más que “decir”; para “Pachacutec”: el autoritarismo del gobernante; para la princesa “Cusi Collor”: la doble impotencia de ser joven y ser mujer]. En ese sentido, ese tratamiento escamoteado tendría que haber dado cuenta teatralmente del carácter de élite de la casta gobernante inca y del tipo de relaciones y de compromisos que esta asumía con respecto a élites de menos importancia como la de sus generales, las cuales implicaban subordinación y lealtad o la muerte. Decimos esto, porque la visión con la cual el director Daniel Vera maneja el comportamiento de los personajes en las distintas situaciones dramáticas no es jerárquica y excluyente [como, al parecer, debiera ser], sino más bien, es erróneamente democrática, en el sentido moderno de inclusión y pertenencia. Así, el valor y la importancia de un personaje como “Ollantay” estaba dado por los resultados que sus servicios de militar le brindaban al inca “Pachacutec”, más allá haber sido [¿lo fue realmente?] el mejor “guerrero” de su tiempo [tal como lo muestra el espectáculo]. Era un militar subordinado, eficiente y por más rango que tuviera no iba a acceder de ninguna manera a la “panaca” real. Ese es el contexto de trasfondo de un conflicto que se haya enmascarado en esta (supuesta) historia de amor y que el director Vera toca anecdóticamente, obnubilado por ponerla en escena en términos modernos, cuando de lo que verdaderamente se trataba era de develar las ambiciones de unos [por ejemplo, de “Ollantay” y “Rumiñahui”] y los privilegios de los otros [por ejemplo, del inca “Pachacutec”].

En esa medida, sus soluciones escénicas están determinadas, por un lado, por una estética de casting [entiéndase, la más bonita interpretará a “Cusi Collor” y el más “galán” a “Ollantay”], y, por otro lado, por un modelo espectacular referencial que remite a cierto folclor para turistas [entiéndase, el “Inti Raymi”]; soluciones que sólo contribuyen a hacer más precario un espectáculo que termina teniendo más de “museo” que de teatral [por ejemplo, el grupo ha pretendido lograr un vestuario que esté de acuerdo, más que a la fidelidad histórica, más bien a cierta idea preconcebida sobre la solemnidad y el boato inca: orejeras y tobilleras “doradas”, uso de ciertos colores, tipo de tela brillante, ciertos bordados, etc.], sin exigirse a su vez, una interpretación que no sea el sólo “decir” y que, debiera encontrar los ritmos, las entonaciones, las gestualidades y las cercanías y distancias a partir de las circunstancias mismas de las distintas situaciones dramáticas, rompiendo de este modo con ese gestus de solemnidad inconsistente a modo de de un estilo estatuario que, por lo general, aparece en los espectáculos de los aficionados. Para quienes hemos visto otros espectáculos del director Daniel Vera, este en particular representa un traspié, un error del cual incluso el grupo y el director deberán encontrar las enseñanzas respectivas.

Pensando en una probable cartografía del Festival, este espectáculo ─independientemente de las distinciones groseras de “profesionales” y “aficionados” que, a la larga, generan más confusiones que esclarecimientos─ se inscribe, más que en el melodrama, más bien en la tendencia del “Teatro costumbrista”.

En el saludo final, los 8 integrantes del elenco en pleno agradecen tomados de la mano los aplausos del público. El director Daniel Vera dice: “Muchas gracias a la organización… a Lucho Kanashiro por permitir nuestra tercera participación… En la Asociación Cultural Juego en las Tablas preparamos a niños en base a juegos de forma gratuita… Estamos organizando el Festival Interescolar para el 9 de noviembre… Todos los colegios pueden participar… Felicitaciones a los chicos porque lo han hecho muy bien… Queremos hacer el Festival de Aficionados en Lima para descentralizar el Festival… Gracias”.




Juan Ayala
Cronista del 5to Festival de Teatro de Aficionados
Setiembre 27 de 2011

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